El Comercio. 29 noviembre 2005.

OPINIÓN OpinionCartas

Esposas legítimas


Como la lectora que remitió una carta a esta misma sección en días pasados, soy la legítima esposa de un hombre divorciado. Como ella, he perdido por ello mis derechos. El derecho a no ser agredida en plena calle (por su ex-mujer y el hijo adulto de ambos, quienes tienen orden de alejamiento, después de seis largos años de denuncias). El derecho a recibir el respaldo económico de mi marido para sostener nuestra familia (puesto que la mayoría del sueldo de mi marido se va en pagar a esa delincuente, malvada y resentida por ver la felicidad que ella no tendrá nunca, quien ha sido condenada en dos ocasiones por malos tratos y coacciones). El derecho a recibir asistencia, como mujer víctima de violencia doméstica (tanto mi marido como yo estamos incluidos en el Observatorio de Víctimas de Violencia Doméstica), por parte de instituciones como el Instituto de la Mujer del Principado de Asturias o del Centro Asesor de la Mujer del Ayuntamiento de Gijón, quienes no atienden a mujeres víctimas de violencia doméstica si la agresora es otra mujer. El derecho a que mi marido reciba esa misma defensa, que recibe toda mujer maltratada, gratuitamente, por parte de algún organismo equiparable a dichos centros de la mujer, que subvenciono, mes a mes, con mis impuestos. El derecho a que la sugerencia del Defensor del Pueblo emitida hace tres años, instando al Ayuntamiento de Gijón a asistir jurídicamente a mi marido y a mí misma deje de ser ignorada, conculcando por parte de dicho consistorio, los derechos constitucionales que nos asisten.

El derecho a salir de mi casa sin miedo, temiendo que, de nuevo, esa mujer vuelva a estar frente a mi portal, cuchillo en ristre, o me golpee como ya lo hizo. El derecho a que mi buzón, mi puerta... no aparezcan con agresiones de objetos punzantes. El derecho a que esa mujer sea juzgada con la misma vara de medir que si fuese un hombre, y no escudarse en su mayor debilidad física (¿comparada con quién? ¿con otra mujer, que soy yo?, ¿con un hombre desarmado, blandiendo ella un cuchillo?) para juzgarla fuera de la ley de violencia de género, que tanta injusticia reparte entre los ajusticiados. El derecho a no estar financiando las actividades delictivas de esas personas, quienes, con la excusa de que la cola es muy larga, no renuevan siquiera su cartilla del paro, pudiendo, a los 38 años, gozar de una pensión que cree vitalicia del 42% de los ingresos brutos de mi marido. Mientras, a mi hijo le quedan las migajas que mi marido llega a cobrar a fin de mes, después de pagar, como ocurrió durante años, la pensión alimenticia de un adulto de 22 años que cursa aún asignaturas de primero de carrera, la de una mujer condenada por agredir a su madre, la hipoteca de la casa donde ambos viven aún hoy, los gastos de comunidad, el seguro de la vivienda y el del coche, que también se quedó la susodicha, además de los muebles y demás enseres, e incluyendo gastos farmacéuticos donde mi familia tuvo que pagar cuestiones tan peregrinas como dentífrico o laxantes, en concepto de gastos extraordinarios y por valor cercano a los 400 euros. El derecho a ver entre rejas, y condenados penalmente, a quienes me maltratan y maltratan a mi familia desde hace seis largos años.

Es demasiado frecuente ya la situación como para permanecer ajenos a ella. Quienes no han pasado por ella no pueden sentirse excluidos, ni garantizar que sus hijos no la vivirán.

Por ello, si no reflexionamos que la violencia doméstica es una y única, independientemente del sexo que tenga el agresor, seguiremos dejando crecer esta marea que priva de sus más intimos derechos a cada vez más cantidad de gente: niños y mujeres incluidos.

Begoña Carballo